La monumental iglesia parroquial de Santa María de la Encarnación, en el centro urbano, sobre su cerro el castillo en ruinas, y en la ladera meridional de aquél el barrio medieval de la Morería, la casona barroca de los condes de Fuente el Salce despuntando entre las otras mansiones blasonadas y, en la periferia, el encantador santuario de Nuestra Señora del Robledo. Así es el cuadro de esta inconfundible ciudad, asentada en el Valle de la Osa en las estribaciones de la Sierra Norte de Sevilla, que en tiempos pretéritos se llamó Sierra de Constantina. Población de remotísimo origen, situada ventajosamente en el noreste de la provincia, no lejos de la de Córdoba y muy cerca de la agreste frontera andaluza con Extremadura. Su dilatada historia queda reflejada en la cuantía y variedad de los testimonios artísticos que atesora a despecho del tiempo y de las barbaries y, a veces, de las poco acertadas transformaciones. Aun así, sus monumentos y paisajes hacen de ella lugar ineludible para los viajeros de la historia y del Arte.
Constantina guarda interesantes vestigios arquitectónicos anteriores a 1247 año en que fue ganada por el Santo rey Fernando III. Santa María de la Encarnación tiene estructura mudéjar, una singular fachada renacentista tallada en piedra y una esbelta torre campanario. En su interior, y en un rico retablo barroco, se custodia la venerada imagen del Cristo de la Humildad y Paciencia, talla atribuida a Luisa Roldán, la Roldana.
En el extrarradio, nos encontramos con el santuario de la Virgen del Robledo, que posee un singular camarín, donde los dorados, las molduras y las yeserías trenzan sus fastuosas labores entre rococó y neoclásicas. Para llegar a ese camarín hay que recorrer primero unas escaleras jalbegadas, que conservan la nívea blancura de la cal. De los muros penden ex votos de gentes agradecidas, llenas de incuestionable fe, que sanaron de sus males por mediación milagrosa de Nuestra Señora. En el ante camarín, la superficie aprovechable está cubierta con bellos azulejos decorados y con una placa con nombres y fechas que intenta dejar memoria de los benefactores del templo.
Del castillo almorávide hablan las crónicas desde finales del siglo XI. Han desaparecido sus paseos de ronda, sus fosos y barbacanas pero, en el misterio de su desolación, se mantiene buena parte de sus murallas y tres de sus torres la del Homenaje entre ellas, como heroica mansión de la raza, que resguarda los secretos de su historia, engarzada al glorioso pasado español. Perteneció Constantina a árabes y cristianos sucesivas veces, con todas las alternativas favorables y adversas de nuestra Reconquista. Hasta que Fernando III, su decisivo impulsor, la conquistó definitivamente y pasó a pertenecer a la corona de Castilla. El año 1282 el rey Alfonso X, sabio y dadivoso, acude a este castillo y espera en vano entrevistarse con su hijo Sancho, que le ha arrebatado el trono.
Pasan dos siglos de guerras interiores y ya España es una imponente monarquía que encierra su poder en las formidables manos de los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Faltan, aún dos años, en 1490, para la capitulación de Granada y el descubrimiento de América, un lustro para concluir la conquista de Tenerife y doce para la anexión del reino Navarra, último territorio incorporado a la Corona de España. Ese año fue de calma relativa en la contienda con los moros, que ya tocaba a su fin, y parecía poder desenlazarse, de acuerdo con Boabdil, sin nuevo empleo de armas. Por lo demás abrió un paréntesis en la preocupación obsesionante de la guerra el compromiso matrimonial de la infanta Isabel nacida en Dueñas, Palencia, el 1 de octubre de 1470, princesa de Asturias (1476-1478), primera heredera de las coronas de Castilla y Aragón con el príncipe Alfonso de Portugal, heredero de aquel reino, único hijo del rey Juan II (1455-1495) y de su esposa y prima, la reina Leonor de Lancaster, hija de Fernando, duque de Viseo; y, por tanto, nieto del rey Alfonso V de Portugal, el de la batalla de Toro (1476).
Concertada la boda, los desposorios tuvieron lugar en Sevilla, el 18 de abril de 1490. En el documento que se firmó en ese día, Talavera y Gutierre de Cárdenas comunicaron el montante de la dote, 106.666,6 doblas de oro (alrededor de 39 millones de maravedís, según valor de cambio de la época). Si acaecía el infortunio de que la princesa muriera sin alcanzar descendencia, el marido podía retener la mitad de esta suma, devolviendo el resto. Los portugueses no se dejaron ganar en generosidad: la joven infanta iba a ser señora de Torres Vedras, Torres Novas y Alvaiazar. Rápidos correos se encargaron en llevar, desde Sevilla a Évora, la noticia de que todo estaba dispuesto y los desposorios se habían efectuado. El príncipe Alfonso de Portugal los confirmó el 26 de abril. Durante quince días Sevilla se engalanó para despedir a la princesa de ojos claros cuya belleza destacaban los cronistas.
La reina vistió sus ropas de lujo, recamadas de oro, y mostró su agrado regalando a su hija mayor, y por tantas razones predilecta, al margen de cualquier compromiso, 500 marcos de oro y 1.000 de plata, además de perlas y joyas, piezas de paño de mucho precio y una montaña de lencería y ropa blanca. Hubo juegos de cañas y en ellos tomó parte el rey. Dice Luís Suárez, en su obra Isabel I, Reina:
Conviene destacar que todo ello formaba parte de una propaganda política bien calculada hacia los dos objetivos fundamentales señalados: borrar las huellas de discordias pasadas y convencer a todos de que ninguna cosa mejor para ambos pueblos que la de una estrecha e íntima amistad.
El 6 de mayo de 1490 don Fernando II de Aragón y V de Castilla escribió a su futuro yerno, al que jamás viera: «aunque vos deseéis mucho ver a vuestra esposa, no falta acá quien os desea ver». El 10 del mismo mes era la propia doña Isabel I la que manifestaba a su consuegro el rey don Juan II, «de estos reinos y de todo lo que yo hubiere os aprovechéis y mandéis como en los vuestros». De hecho, desde los puertos de la costa andaluza se estaban abasteciendo Ceuta y los otros puntos portugueses en África, mientras los embajadores de ambos reinos en Roma recibían instrucciones para que obrasen al unísono.
El 9 de noviembre de aquel año llegó a Constantina el rey don Fernando, al tiempo que salía de Sevilla su hija la infanta doña Isabel, acompañada del famoso cardenal don Pedro González de Mendoza (1428-1495) y con gran escolta de caballeros. El inmediato día 10 hizo su solemne entrada en la Villa la futura princesa de Portugal. La urbe había sido espléndidamente transformada en obsequio a las personas reales, por obra y gracia del oro derrochado por los magnates.
CONSTANTINA EN LA GRAN CRÓNICA
A la puertas de la villa aguardaba a la radiante princesa su padre, el rey, y juntos hicieron su entrada en ella; don Fernando a caballo y, a su derecha, su hija montada a mujeriegas, según costumbre, en una mula; llevaban las ricas riendas, por riguroso turno de antigüedad, los regidores; a pie eran seguidos por el cardenal Mendoza, el marqués de Villena, mayordomo mayor de Palacio, los condes de Tendilla y de Cifuentes, los demás grandes de servicio y la escolta real. Había flores y colgaduras, y música y alegría en las gentes que llenaban las aseadas calles.
En un baño de multitudes subieron hasta el castillo. Allí, para recreo del pueblo, se dispusieron numerosos torneos entre los nobles, en que, ante la numerosa concurrencia, éstos demostraron su valor y destreza; además de juegos de cañas, cuyos participantes, a caballo formados en diferentes cuadrillas, hicieron varias escaramuzas, arrojándose recíprocamente las cañas, de las que se resguardaban con las corazas; luego tuvo lugar un gran convite, con reparto de carne y vino a los vecinos. Espléndidos regocijos que tornaban la fantasía en realidad, a tal efecto que en mucho tiempo no se habló en el lugar más que de esas fiestas.
Al la mañana del siguiente día, 11 de noviembre, la Infanta emprendió viaje a Badajoz; su padre la acompañó un buen trecho del camino. Ambos contienen la emoción en el momento de la despedida; Isabel reprime las lágrimas, mientras agita su pañuelo de seda bordado. La Infanta aun no ha cumplido los veinte años, recuerda en todo a su madre la reina Isabel la Católica y, como ella, «era de mediana estatura, bien compuesta en su persona y en la proporción de sus miembros. Era muy blanca y rubia, los ojos entre verdes y azules, el mirar muy gracioso y honesto; las facciones del rostro bien puestas, la cara toda muy hermosa y alegre, de una alegría honesta y muy mesurada».
LA CAMBIANTE ESTRELLA DE ISABEL DE CASTILLA, REINA DE PORTUGAL.
El paso fronterizo con España, desde la ribera de Caía hasta la propia ciudad de Badajoz, había sido adornado con flores. La esperaba en aquel punto don Manuel de Portugal, hijo de don Fernando, duque de Viseo (1433-1470) tío del novio, pues era hermano de su madre, la reina Leonor, y nada más verla se prenda de ella, ignorante ciertamente de las extrañas urdimbres que a ambos preparaba el destino. En Elvas, Isabel fue recibida bajo palio. La nueva princesa de Portugal es una fascinante joven, que lleva el mismo nombre de la abuela que en 1447 saliera de Portugal para casar con el rey don Juan II y convertirse en reina de Castilla. Hace su entrada en Évora el 27 de noviembre de 1490 entre la satisfacción de todos y muy especialmente de su jovencísimo prometido el espigado príncipe Alfonso, cinco años menor que ella.
Aquella grata unión se celebró en Estremoz con gran boato y fiestas inolvidables, que parecían ser prólogo de un venturoso porvenir, por las prendas y atractivos personales de los novios y la conveniencia política de los reinos. Pero la fatalidad aguardaba su turno en las sombras de la noche nupcial. Ocho meses gozaron los jóvenes príncipes de su matrimonio. Las noticias que venían de Portugal a Castilla confirmaban el acierto de aquella unión. La princesa estaba demostrando excelentes cualidades para el trato con otras personas y se afianzaba en su nueva representación, mostrando, además, la misma fuerte voluntad religiosa que caracterizó a su madre. En diciembre tomó posesión de las villas que le fueron asignadas para su señorío. Con su marido fue a disfrutar de las fiestas de Carnaval a Viana do Alentejo. Luego se incorporaron a la Corte en Évora, siguiendo el trayecto de ésta a Santaren y Almeirim. El día 12 de julio de 1491 un accidente desgraciado trocó las ilusiones en pesares y las galas en lutos. Al declinar una tarde calurosa, padre e hijo salieron a cabalgar, ribera del Tajo, en las afueras de Almeirim. Don Juan se adelantó y el príncipe picó espuelas para alcanzarlo, con la mala fortuna de que el caballo dio un traspié en la arena, lanzando a su jinete con tal fuerza que cuando los servidores acudieron en su auxilio, sólo pudieron comprobar que ya era cadáver.
La princesa viuda cortó sus cabellos, como hacían las damas de los relatos caballerescos; no querían que la separaran de los restos de su marido. Por eso su suegro, Juan II, tratando de evitar los excesos que conlleva el dolor, la devolvió a Castilla sin consentir que asistiera ni al funeral y ni al entierro. Fue un gesto que la reina Católica agradeció de corazón. Hubo una fuerte voluntad de ambas partes en mantener la alianza alcanzada. El rey de Portugal dispuso que la joven Isabel conservara el señorío de las villas que le estaban asignadas y los monarcas castellanos ordenaron que se siguieran pagando los plazos de la dote. La inconsolable viuda se encierra en las negruras de un luto intransigente, pide a sus padres que la eximieran de ulteriores compromisos matrimoniales; quería así cerrar una historia de amor sin descendencia, entregándose a una muy especial vida religiosa, pero no iba a suceder según su voluntad.
A fines de 1494 el papa Alejandro VI concedió a los monarcas españoles el título de Reyes Católicos sembradores del Evangelio—.
MANUEL I EL AFORTUNADO, REY DE PORTUGAL, Y SU PROGENIE
En 1495 murió Juan II y subió al trono de Portugal don Manuel I su cuñado y primo hermano callado enamorado de doña Isabel, que ha pasado a la Historia con el sobrenombre de «el Afortunado», y en verdad lo fue en todo, hasta en el acierto con que supo escoger esposa. El monarca lusitano pidió su mano y, vencida las resistencias y los escrúpulos, contrajo Isabel segundas nupcias con ese rey, tío de su primer marido, en septiembre de 1497, en la población española de Valencia de Alcántara. La boda se efectuó días después del infortunado fallecimiento del príncipe Juan, único hijo varón de Isabel y Fernando.
Isabel hizo feliz a su esposo, y ella lo fue, hasta su muerte. La reina Isabel de Portugal falleció en Toledo, el 23 de agosto de 1498, al dar a luz a un niño que se llamó Miguel de la Paz, y que estaba destinado a reinar sobre toda la Península Ibérica con el nombre de Miguel I de España. La reina de Portugal fue enterrada en el convento de Santa Isabel de Toledo. Su hijo, Miguel, príncipe heredero de las coronas de Portugal, Castilla y Aragón, que aun hubiese hecho más grande la obra de los Reyes Católicos, fatídicamente también, bajó al sepulcro el 20 de julio de 1500 a la trempanísima edad de dos años. Sus restos descansan en la capilla Real de Granada, junto a los de sus abuelos maternos.
Pero como el monarca lusitano había tomado querencia a la familia reinante en España, pide y obtiene la mano de la infanta María, hija menor de los Reyes Católicos, que había nacido en Córdoba el 29 de junio de 1482. La boda se celebró por poderes en Granada, el 24 de agosto de 1500, justo cuando se cumplían dos años de la muerte de Isabel, su primera esposa. El 20 entró María en Portugal, el país donde iba a reinar, con un lucido séquito en el también figuraba el cardenal Mendoza. El soberano lusitano la aguardaba en Alcaçer de Sal; allí se casaron, para llegar en noviembre a Lisboa. Don Manuel y doña María tuvieron ocho hijos; una de sus hijas fue Isabel, esposa del emperador Carlos V —la futura emperatriz, bellísima princesa, que llevaba asimismo el mismo nombre que su tía y que igualmente honraría en 1536 a Constantina con su presencia—, y que trasmitiría a su hijo Felipe II los derechos al trono portugués. La reina María murió en 1517 y, dos años después, don Manuel I el Afortunado decidió contraer tercer matrimonio, y una vez más, escogió a una hija de los reyes de España, esta vez la elegida fue la archiduquesa Leonor de Austria (1498-1558), hija de Felipe I «el Hermoso» y Juana «la Loca», sobrina por tanto de sus anteriores esposas y veintinueve años menor que él, con la que, después de conseguir la necesaria dispensa pontificia, se casó. Leonor quedó viuda en 1521 y su hermano el emperador la convenció para que contrajera matrimonio con el rey Francisco I de Francia, y así lo hizo en 1526. La reina Leonor no tuvo hijos, ni con el luso ni con el francés, y a la muerte de su segundo esposo, en 1547, abandonó Francia y se retiró a los Países Bajos, cerca de Carlos V, y posteriormente a Talavera, donde murió en 1558.
Sin duda, de entre los sucesos que acaecieron en el castillo de Constantina, entre los personajes y familias que fueron sus ilustres moradores, descuellan estas jornadas de noviembre de 1490 sólo igualadas por el episodio de la visita, años después, de la princesa Isabel de Portugal, prometida del emperador de Alemania y rey de España—, porque la altísima representación de las figuras albergadas en él dejan en sombras otros acontecimientos de su larga historia.
Lentamente los castillos de los lugares como los castillos de los señores van perdiendo todo su valor, y el de Constantina no podía ser una excepción. Los señores mismos los abandonarán, yendo a vivir en la Corte, y olvidándose del territorio de sus señoríos. El castillo que defendió con su arrogancia la vida y el honor de veinte generaciones de guerreros, y esparció la muerte desde sus murallas y desde las estrechas troneras de sus torres, es ahora poco más que un recuerdo. ¡Tan poco valía en nuestro próximo pasado una fortaleza medieval que fue presa del más injusto abandono!
Empero, estas tierras hidalgas que vieron luchar y vencer a los ejércitos cristianos no habrán perdido su antigua creencia y en torno al castillo abandonado como uno de esos grandes saurios fosilizados, porque de obra humana ha pasado a ser naturaleza paisajística un estupendo pueblo erigirá un Monumento al Sagrado Corazón, por cuya fe, como bandera, lucharon las generaciones que desde los gloriosos tiempos de san Fernando poblaron y defendieron la fortaleza.
Anhelamos que en los siglos venideros la ciudad continúa salvaguardando un monumental templo parroquial, en el centro urbano, un castillo en ruinas, sobre su cerro, el barrio medieval de la Morería, artísticas casonas de singular barroquismo, y en la periferia, el santuario de Nuestra Señora del Robledo, así como, en su entorno, el delicioso verdor de sus campos y de sus umbrosos bosques. Testimonios artísticos y paisaje, atesorados a despecho del tiempo, de los vandálicos destrozos y de las, a veces, poco acertadas transformaciones, que continuarán haciendo de Constatina lugar de ineludible parada y fonda de viajeros para quienes la historia y el Arte forman parte de la esencia de la vida.
La Orotava, a 23 de mayo de 2005
Constantina guarda interesantes vestigios arquitectónicos anteriores a 1247 año en que fue ganada por el Santo rey Fernando III. Santa María de la Encarnación tiene estructura mudéjar, una singular fachada renacentista tallada en piedra y una esbelta torre campanario. En su interior, y en un rico retablo barroco, se custodia la venerada imagen del Cristo de la Humildad y Paciencia, talla atribuida a Luisa Roldán, la Roldana.
En el extrarradio, nos encontramos con el santuario de la Virgen del Robledo, que posee un singular camarín, donde los dorados, las molduras y las yeserías trenzan sus fastuosas labores entre rococó y neoclásicas. Para llegar a ese camarín hay que recorrer primero unas escaleras jalbegadas, que conservan la nívea blancura de la cal. De los muros penden ex votos de gentes agradecidas, llenas de incuestionable fe, que sanaron de sus males por mediación milagrosa de Nuestra Señora. En el ante camarín, la superficie aprovechable está cubierta con bellos azulejos decorados y con una placa con nombres y fechas que intenta dejar memoria de los benefactores del templo.
Del castillo almorávide hablan las crónicas desde finales del siglo XI. Han desaparecido sus paseos de ronda, sus fosos y barbacanas pero, en el misterio de su desolación, se mantiene buena parte de sus murallas y tres de sus torres la del Homenaje entre ellas, como heroica mansión de la raza, que resguarda los secretos de su historia, engarzada al glorioso pasado español. Perteneció Constantina a árabes y cristianos sucesivas veces, con todas las alternativas favorables y adversas de nuestra Reconquista. Hasta que Fernando III, su decisivo impulsor, la conquistó definitivamente y pasó a pertenecer a la corona de Castilla. El año 1282 el rey Alfonso X, sabio y dadivoso, acude a este castillo y espera en vano entrevistarse con su hijo Sancho, que le ha arrebatado el trono.
Pasan dos siglos de guerras interiores y ya España es una imponente monarquía que encierra su poder en las formidables manos de los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Faltan, aún dos años, en 1490, para la capitulación de Granada y el descubrimiento de América, un lustro para concluir la conquista de Tenerife y doce para la anexión del reino Navarra, último territorio incorporado a la Corona de España. Ese año fue de calma relativa en la contienda con los moros, que ya tocaba a su fin, y parecía poder desenlazarse, de acuerdo con Boabdil, sin nuevo empleo de armas. Por lo demás abrió un paréntesis en la preocupación obsesionante de la guerra el compromiso matrimonial de la infanta Isabel nacida en Dueñas, Palencia, el 1 de octubre de 1470, princesa de Asturias (1476-1478), primera heredera de las coronas de Castilla y Aragón con el príncipe Alfonso de Portugal, heredero de aquel reino, único hijo del rey Juan II (1455-1495) y de su esposa y prima, la reina Leonor de Lancaster, hija de Fernando, duque de Viseo; y, por tanto, nieto del rey Alfonso V de Portugal, el de la batalla de Toro (1476).
Concertada la boda, los desposorios tuvieron lugar en Sevilla, el 18 de abril de 1490. En el documento que se firmó en ese día, Talavera y Gutierre de Cárdenas comunicaron el montante de la dote, 106.666,6 doblas de oro (alrededor de 39 millones de maravedís, según valor de cambio de la época). Si acaecía el infortunio de que la princesa muriera sin alcanzar descendencia, el marido podía retener la mitad de esta suma, devolviendo el resto. Los portugueses no se dejaron ganar en generosidad: la joven infanta iba a ser señora de Torres Vedras, Torres Novas y Alvaiazar. Rápidos correos se encargaron en llevar, desde Sevilla a Évora, la noticia de que todo estaba dispuesto y los desposorios se habían efectuado. El príncipe Alfonso de Portugal los confirmó el 26 de abril. Durante quince días Sevilla se engalanó para despedir a la princesa de ojos claros cuya belleza destacaban los cronistas.
La reina vistió sus ropas de lujo, recamadas de oro, y mostró su agrado regalando a su hija mayor, y por tantas razones predilecta, al margen de cualquier compromiso, 500 marcos de oro y 1.000 de plata, además de perlas y joyas, piezas de paño de mucho precio y una montaña de lencería y ropa blanca. Hubo juegos de cañas y en ellos tomó parte el rey. Dice Luís Suárez, en su obra Isabel I, Reina:
Conviene destacar que todo ello formaba parte de una propaganda política bien calculada hacia los dos objetivos fundamentales señalados: borrar las huellas de discordias pasadas y convencer a todos de que ninguna cosa mejor para ambos pueblos que la de una estrecha e íntima amistad.
El 6 de mayo de 1490 don Fernando II de Aragón y V de Castilla escribió a su futuro yerno, al que jamás viera: «aunque vos deseéis mucho ver a vuestra esposa, no falta acá quien os desea ver». El 10 del mismo mes era la propia doña Isabel I la que manifestaba a su consuegro el rey don Juan II, «de estos reinos y de todo lo que yo hubiere os aprovechéis y mandéis como en los vuestros». De hecho, desde los puertos de la costa andaluza se estaban abasteciendo Ceuta y los otros puntos portugueses en África, mientras los embajadores de ambos reinos en Roma recibían instrucciones para que obrasen al unísono.
El 9 de noviembre de aquel año llegó a Constantina el rey don Fernando, al tiempo que salía de Sevilla su hija la infanta doña Isabel, acompañada del famoso cardenal don Pedro González de Mendoza (1428-1495) y con gran escolta de caballeros. El inmediato día 10 hizo su solemne entrada en la Villa la futura princesa de Portugal. La urbe había sido espléndidamente transformada en obsequio a las personas reales, por obra y gracia del oro derrochado por los magnates.
CONSTANTINA EN LA GRAN CRÓNICA
A la puertas de la villa aguardaba a la radiante princesa su padre, el rey, y juntos hicieron su entrada en ella; don Fernando a caballo y, a su derecha, su hija montada a mujeriegas, según costumbre, en una mula; llevaban las ricas riendas, por riguroso turno de antigüedad, los regidores; a pie eran seguidos por el cardenal Mendoza, el marqués de Villena, mayordomo mayor de Palacio, los condes de Tendilla y de Cifuentes, los demás grandes de servicio y la escolta real. Había flores y colgaduras, y música y alegría en las gentes que llenaban las aseadas calles.
En un baño de multitudes subieron hasta el castillo. Allí, para recreo del pueblo, se dispusieron numerosos torneos entre los nobles, en que, ante la numerosa concurrencia, éstos demostraron su valor y destreza; además de juegos de cañas, cuyos participantes, a caballo formados en diferentes cuadrillas, hicieron varias escaramuzas, arrojándose recíprocamente las cañas, de las que se resguardaban con las corazas; luego tuvo lugar un gran convite, con reparto de carne y vino a los vecinos. Espléndidos regocijos que tornaban la fantasía en realidad, a tal efecto que en mucho tiempo no se habló en el lugar más que de esas fiestas.
Al la mañana del siguiente día, 11 de noviembre, la Infanta emprendió viaje a Badajoz; su padre la acompañó un buen trecho del camino. Ambos contienen la emoción en el momento de la despedida; Isabel reprime las lágrimas, mientras agita su pañuelo de seda bordado. La Infanta aun no ha cumplido los veinte años, recuerda en todo a su madre la reina Isabel la Católica y, como ella, «era de mediana estatura, bien compuesta en su persona y en la proporción de sus miembros. Era muy blanca y rubia, los ojos entre verdes y azules, el mirar muy gracioso y honesto; las facciones del rostro bien puestas, la cara toda muy hermosa y alegre, de una alegría honesta y muy mesurada».
LA CAMBIANTE ESTRELLA DE ISABEL DE CASTILLA, REINA DE PORTUGAL.
El paso fronterizo con España, desde la ribera de Caía hasta la propia ciudad de Badajoz, había sido adornado con flores. La esperaba en aquel punto don Manuel de Portugal, hijo de don Fernando, duque de Viseo (1433-1470) tío del novio, pues era hermano de su madre, la reina Leonor, y nada más verla se prenda de ella, ignorante ciertamente de las extrañas urdimbres que a ambos preparaba el destino. En Elvas, Isabel fue recibida bajo palio. La nueva princesa de Portugal es una fascinante joven, que lleva el mismo nombre de la abuela que en 1447 saliera de Portugal para casar con el rey don Juan II y convertirse en reina de Castilla. Hace su entrada en Évora el 27 de noviembre de 1490 entre la satisfacción de todos y muy especialmente de su jovencísimo prometido el espigado príncipe Alfonso, cinco años menor que ella.
Aquella grata unión se celebró en Estremoz con gran boato y fiestas inolvidables, que parecían ser prólogo de un venturoso porvenir, por las prendas y atractivos personales de los novios y la conveniencia política de los reinos. Pero la fatalidad aguardaba su turno en las sombras de la noche nupcial. Ocho meses gozaron los jóvenes príncipes de su matrimonio. Las noticias que venían de Portugal a Castilla confirmaban el acierto de aquella unión. La princesa estaba demostrando excelentes cualidades para el trato con otras personas y se afianzaba en su nueva representación, mostrando, además, la misma fuerte voluntad religiosa que caracterizó a su madre. En diciembre tomó posesión de las villas que le fueron asignadas para su señorío. Con su marido fue a disfrutar de las fiestas de Carnaval a Viana do Alentejo. Luego se incorporaron a la Corte en Évora, siguiendo el trayecto de ésta a Santaren y Almeirim. El día 12 de julio de 1491 un accidente desgraciado trocó las ilusiones en pesares y las galas en lutos. Al declinar una tarde calurosa, padre e hijo salieron a cabalgar, ribera del Tajo, en las afueras de Almeirim. Don Juan se adelantó y el príncipe picó espuelas para alcanzarlo, con la mala fortuna de que el caballo dio un traspié en la arena, lanzando a su jinete con tal fuerza que cuando los servidores acudieron en su auxilio, sólo pudieron comprobar que ya era cadáver.
La princesa viuda cortó sus cabellos, como hacían las damas de los relatos caballerescos; no querían que la separaran de los restos de su marido. Por eso su suegro, Juan II, tratando de evitar los excesos que conlleva el dolor, la devolvió a Castilla sin consentir que asistiera ni al funeral y ni al entierro. Fue un gesto que la reina Católica agradeció de corazón. Hubo una fuerte voluntad de ambas partes en mantener la alianza alcanzada. El rey de Portugal dispuso que la joven Isabel conservara el señorío de las villas que le estaban asignadas y los monarcas castellanos ordenaron que se siguieran pagando los plazos de la dote. La inconsolable viuda se encierra en las negruras de un luto intransigente, pide a sus padres que la eximieran de ulteriores compromisos matrimoniales; quería así cerrar una historia de amor sin descendencia, entregándose a una muy especial vida religiosa, pero no iba a suceder según su voluntad.
A fines de 1494 el papa Alejandro VI concedió a los monarcas españoles el título de Reyes Católicos sembradores del Evangelio—.
MANUEL I EL AFORTUNADO, REY DE PORTUGAL, Y SU PROGENIE
En 1495 murió Juan II y subió al trono de Portugal don Manuel I su cuñado y primo hermano callado enamorado de doña Isabel, que ha pasado a la Historia con el sobrenombre de «el Afortunado», y en verdad lo fue en todo, hasta en el acierto con que supo escoger esposa. El monarca lusitano pidió su mano y, vencida las resistencias y los escrúpulos, contrajo Isabel segundas nupcias con ese rey, tío de su primer marido, en septiembre de 1497, en la población española de Valencia de Alcántara. La boda se efectuó días después del infortunado fallecimiento del príncipe Juan, único hijo varón de Isabel y Fernando.
Isabel hizo feliz a su esposo, y ella lo fue, hasta su muerte. La reina Isabel de Portugal falleció en Toledo, el 23 de agosto de 1498, al dar a luz a un niño que se llamó Miguel de la Paz, y que estaba destinado a reinar sobre toda la Península Ibérica con el nombre de Miguel I de España. La reina de Portugal fue enterrada en el convento de Santa Isabel de Toledo. Su hijo, Miguel, príncipe heredero de las coronas de Portugal, Castilla y Aragón, que aun hubiese hecho más grande la obra de los Reyes Católicos, fatídicamente también, bajó al sepulcro el 20 de julio de 1500 a la trempanísima edad de dos años. Sus restos descansan en la capilla Real de Granada, junto a los de sus abuelos maternos.
Pero como el monarca lusitano había tomado querencia a la familia reinante en España, pide y obtiene la mano de la infanta María, hija menor de los Reyes Católicos, que había nacido en Córdoba el 29 de junio de 1482. La boda se celebró por poderes en Granada, el 24 de agosto de 1500, justo cuando se cumplían dos años de la muerte de Isabel, su primera esposa. El 20 entró María en Portugal, el país donde iba a reinar, con un lucido séquito en el también figuraba el cardenal Mendoza. El soberano lusitano la aguardaba en Alcaçer de Sal; allí se casaron, para llegar en noviembre a Lisboa. Don Manuel y doña María tuvieron ocho hijos; una de sus hijas fue Isabel, esposa del emperador Carlos V —la futura emperatriz, bellísima princesa, que llevaba asimismo el mismo nombre que su tía y que igualmente honraría en 1536 a Constantina con su presencia—, y que trasmitiría a su hijo Felipe II los derechos al trono portugués. La reina María murió en 1517 y, dos años después, don Manuel I el Afortunado decidió contraer tercer matrimonio, y una vez más, escogió a una hija de los reyes de España, esta vez la elegida fue la archiduquesa Leonor de Austria (1498-1558), hija de Felipe I «el Hermoso» y Juana «la Loca», sobrina por tanto de sus anteriores esposas y veintinueve años menor que él, con la que, después de conseguir la necesaria dispensa pontificia, se casó. Leonor quedó viuda en 1521 y su hermano el emperador la convenció para que contrajera matrimonio con el rey Francisco I de Francia, y así lo hizo en 1526. La reina Leonor no tuvo hijos, ni con el luso ni con el francés, y a la muerte de su segundo esposo, en 1547, abandonó Francia y se retiró a los Países Bajos, cerca de Carlos V, y posteriormente a Talavera, donde murió en 1558.
Sin duda, de entre los sucesos que acaecieron en el castillo de Constantina, entre los personajes y familias que fueron sus ilustres moradores, descuellan estas jornadas de noviembre de 1490 sólo igualadas por el episodio de la visita, años después, de la princesa Isabel de Portugal, prometida del emperador de Alemania y rey de España—, porque la altísima representación de las figuras albergadas en él dejan en sombras otros acontecimientos de su larga historia.
Lentamente los castillos de los lugares como los castillos de los señores van perdiendo todo su valor, y el de Constantina no podía ser una excepción. Los señores mismos los abandonarán, yendo a vivir en la Corte, y olvidándose del territorio de sus señoríos. El castillo que defendió con su arrogancia la vida y el honor de veinte generaciones de guerreros, y esparció la muerte desde sus murallas y desde las estrechas troneras de sus torres, es ahora poco más que un recuerdo. ¡Tan poco valía en nuestro próximo pasado una fortaleza medieval que fue presa del más injusto abandono!
Empero, estas tierras hidalgas que vieron luchar y vencer a los ejércitos cristianos no habrán perdido su antigua creencia y en torno al castillo abandonado como uno de esos grandes saurios fosilizados, porque de obra humana ha pasado a ser naturaleza paisajística un estupendo pueblo erigirá un Monumento al Sagrado Corazón, por cuya fe, como bandera, lucharon las generaciones que desde los gloriosos tiempos de san Fernando poblaron y defendieron la fortaleza.
Anhelamos que en los siglos venideros la ciudad continúa salvaguardando un monumental templo parroquial, en el centro urbano, un castillo en ruinas, sobre su cerro, el barrio medieval de la Morería, artísticas casonas de singular barroquismo, y en la periferia, el santuario de Nuestra Señora del Robledo, así como, en su entorno, el delicioso verdor de sus campos y de sus umbrosos bosques. Testimonios artísticos y paisaje, atesorados a despecho del tiempo, de los vandálicos destrozos y de las, a veces, poco acertadas transformaciones, que continuarán haciendo de Constatina lugar de ineludible parada y fonda de viajeros para quienes la historia y el Arte forman parte de la esencia de la vida.
La Orotava, a 23 de mayo de 2005
ANTONIO LUQUE HERNÁNDEZ
Bibliografía:
Louda, Jirí (árboles genealógicos), y, Maclagan, Michael (texto).
Lines of Succession. Heraldry of the Royal Families of Europe. Macdonald Ilustrate Book, 1991.
Martínez Olmedilla, Augusto. 1951. Santa Isabel de Castilla. Relato Anecdótico-Novelesco. Madrid.
Silió Cortés, César. 1943. Isabel la Católica (Fundadores de España). Espasa Calpe. Madrid.
Suárez, Luís. 2003. Isabel I, Reina. A B C. Hospitalet.
Tarrés, Antoni Simón. 1996. La Monarquía de los Reyes Católicos. Historia de España. Madrid
Vizcaíno Casas, Fernando. 1987. Isabel, camisa vieja. Planeta, Barcelona.
Folletos:
Constantina. Guía Turística, 1988. Asociación Cultural G. Gómez de Avellaneda.